Llego a Comodoro con un solo dato: hay mucho viento. Lo compruebo 150 kilómetros antes de entrar a la ciudad, en el Bosque Petrificado Sarmiento. Al bajar del remise, el chofer se apura en sostener la puerta que yo estoy por abrir. No sé aún que aquel ademán se convertirá en un hábito comodorense más pragmático que gentil: evita que la puerta se doble por las ráfagas. ¿Cuán rápido tiene que correr el viento para que eso pase? No tengo idea. Pero sí estoy segura de que nunca antes sentí tanto viento como esta tarde en Chubut.